Las cosas, suceden. La
predisposición puede que también; pero por encima de todo, existe una “casualidad”
que puede llegar a dejarnos marcados.
Llevaba algún tiempo sin
necesidad de necesidad y aunque todavía no me encontraba en un estado de
preocupación, sí que empezaba a notar que mi relación con el Colega comenzaba a
ser en cierto modo, rutinaria.
Asistir a misas, arrodillarme
ente un Santísimo o entablar conversación con Él había perdido quizás la
frescura y profundidad que antaño me envolvía; pero haciendo cierto ese
pensamiento de que “Dios me quiere”, anoche sin ir más lejos, una mano me ayudó
a reconducir mi camino.
Una noche como otras, de un
viernes como muchos, en mi catedral de siempre.
Un ensayo del coro de la
Capilla Musical, me llevó hasta allí. Un ensayo éste en el que me reconocí como
algo más que un tipo que de semana en semana acude allí a dar el cante más que
para cantar. Realmente, me sentí muy a gusto mientras notas musicales con mayor
o menor acierto salían a borbotones de mi garganta.
Acabar ensayo, recoger gafas,
carpeta y cazadora fina abandonando sacristía, director y compañeros, fue todo
uno.
Cruzar el dintel de la puerta y
penetrar en el templo con dirección a su salida, ya tuvo algo de especial pues
lo primero que me impactó fue contemplar los bancos abarrotados de la más
rabiosa juventud que en silencio aguardaban el comienzo de un encuentro de
oración con el Obispo de la Diócesis.
Una sensación me invadió a
caballo entre la perplejidad, el asombro y la alegría del éxito conseguido en
su convocatoria, entre aquellos que debieran ser el futuro prometedor de una
sociedad esperanzada.
Un acto organizado para
jóvenes. Un acto en el que yo por deferencia, no debería estar, pero del que
hoy me siento muy orgulloso de decir que “yo estuve allí”.
Conforme me acercaba a la
puerta de salida, algo me retenía a cruzarla con celeridad. Y fue fijarme en
esa imagen del Cristo crucificado al que nada me cuesta besar, cuando a modo de
voz interior me dije: “quédate”.
Quise pasar lo más
desapercibido posible y pude acurrucarme en un penúltimo banco que rápidamente
se llenó.
Desde allí, más que ver,
escuché; más que atender, pude sentir.
Una ceremonia hermosa y
sencilla, pero adornada de una respetuosidad, devoción, naturalidad y
participación que realmente, me conmovieron.
Un Santísimo expuesto; personas
como yo, arrodilladas en señal de respeto hacia Aquel que estoy seguro, sonreía
contemplando a sus gentes, a sus jóvenes amigos.
En un momento determinado, sin
pensarlo, me senté; no por comodidad, cansancio, desidia y mucho menos falta de
respeto. Simplemente, lo hice.
Un acto casi involuntario; un
bendito acto del que doy gracias.
Al sentarme, comenzó un cántico
que hablaba de una pequeñez de alma y amor entre pobreza.
Hermosa oración que de repente
llegó a mis oídos cantada por la voz más dulce, hermosa, clara y sencilla que
jamás escuché.
Una voz de mujer que
arrodillada tras de mí parecía susurrarme al oído una melodía y unas letras que
traspasaron mi alma, como un aliento que no sentía tan profundamente desde
aquella hermosa mañana en Cuatro Vientos en la que mi fe despertó.
Cabellos erizados, lágrimas a
punto de saltar del precipicio de unos ojos que no sabían disimular miradas;
corazón desbocado y sólo un pensamiento en mi cabeza:
“Gracias”
No quise mirar atrás; no quise
identificar esa voz con ninguna cara o cuerpo y finalizado el acto, marché de
allí con la certeza y el maravilloso sentimiento de que allí, anoche, un ángel me
cantó al oído.