"Quisiera saber llorar como un niño para sentirme mejor hombre"
"Vivo para creer; creo para vivir"

viernes, 21 de septiembre de 2018

A mi lado se sentó

Por inesperada, la fe me abofeteó a dos manos.

Un miércoles como otros, pero no un miércoles cualquiera; uno de esos días en los que los pies te llevan mientras pensamientos, ilusiones y ganas se quedaron en el lado derecho del sofá de siempre.
Tocaba reunión de hermanos de Emaús; mismo lugar, misma misa de ocho, mismas caras y habitual celebración en orden y mecánica.
Pero esta vez, el caminante, el presunto hombre de fe, la persona que ilusionada arrodillaba alma, corazón y propósitos, no aparecía por ningún lado.
En uno de los últimos bancos, el de siempre, esta vez no era yo quien sentó cuerpo y mente, no. En su lugar, un tipo cabizbajo; un tipo lleno de revueltas internas sin poder ser sofocadas; un tipo inmerso en una rutina que le oprimía el cuello. Otra persona ocupaba su lugar llena de malos augurios, futuros bañados en ocres colores y desganas en álbumes coleccionables.
¿Hermano yo? ¿Caminante yo? ¿Servidor yo?
¿De quién? ¿Por qué? ¿Para qué?
Demasiadas preguntas sin respuesta.
La desilusión miraba al frente oyendo sin escuchar sagradas palabras. La celebración se adornó de tedio, de guion previsto, de micrófonos rallados en palabras ya repetidas.
Tenía dos opciones: continuar con esa farsa de mí mismo en la que me había convertido allí entonces, o marchar a la carrera buscando burladeros conocidos.
Y ocurrió. Cuando a lo lejos el eco me devolvió aquel “podéis ir en paz” con su pareja de baile  “demos gracias a Dios”, ese Dios, se acercó a mí.
Al principio, sólo escuché un fuerte y conocido “amigo”…
No miré al principio, no; yo ya sabía quién era; pero esta vez, no pensé igual.
Esbocé sonrisa y giré cabeza a mi derecha, con un ánimo y pulgares hacia arriba desconocidos hasta ese momento.
Al hacerlo, me encontré las desgreñadas canas de siempre ocultando en gran parte un rostro de piel arrugada; una boca desdentada de labios agrietados; unos andares torpes arrastrando un cuerpo agarrotado por avatares de una vida que seguramente, no mereció o no supo vivir.
Una mujer a la que muchas veces repudié. La misma mujer que siempre me estorbó; la pedigüeña que cansaba sin cansarse de pedir; la “mala compañía” que nunca quise tener y con la que más de una vez jugué al escondite para no encontrarnos.
Esa mujer se me acercó y la invité a sentarse a mi lado; su primera frase, no podía ser otra: “dame algo pa un café”.
Y la segunda, la encerró entre interrogantes: ¿dónde está tu mujer?
“Ha conseguido un trabajo y está ahora trabajando”, le contesté.
En ese instante, el tiempo, se paró; el lugar ya no era el mismo y sólo pude ver a Dios mirándome directamente. Porque esos ojos, sus ojos, eran de color alegría; de una alegría indescriptible, sincera, humilde, una mirada de Amor que ni yo como esposo, ni unas hijas, ni el mejor de los amigos seguramente regalaron a quien se encontraba en ese momento a kilómetros de allí al enterarse de tan buena nueva.
Yo, que tantas veces desvié la suya, no pude esta vez apartarme de sus ojos.
Vi un pasado del que me arrepiento enormemente; vi un presente que me llenó de paz y vi un futuro al que espero nunca dar la espalda.
Antes de marcharse, me dejó una petición:
“Dile a tu mujer que me gustaría verla y ese día os invito a un café”
Lo pensó un segundo y añadió…
“Claro, si tengo dinero para invitaros…”
Marchó por donde vino dejando en ese banco a un guiñapo más que a un hombre. Un guiñapo al que con todo el amor del mundo, le “partieron la cara” con una lección de lo que debo ser y no soy.
Miré al frente cuando comenzaba a asomar un Señor expuesto en el interior de una custodia, aunque nadie podrá cambiar mi opinión si digo que ese mismo Señor acababa de marcharse de mi lado.

*Dedicado a esa mujer que me sonrió con su mirada, con todo mi agradecimiento, cariño y arrepentimiento sincero por no demostrarle nunca lo que pretendo ser y por obligarme a tener una reunión larga conmigo mismo.

martes, 11 de septiembre de 2018

Detrás de la muralla


Un viaje, una peregrinación, un deseo, una esperanza entre interrogantes.
Marcharon cristianos, católicos, parroquianos, amigos y conocidos a tierras lejanas, pero Tierras Santas.
Dos motivos principales impidieron unirme a ellos. El primero y primordial, mi situación económica que me hace poco aconsejable realizar desembolsos de este calibre.
Y una segunda que siendo o considerándome creyente, pudiera parecer antagónica con ese viaje. Siempre he pensado que un viaje, una peregrinación así, debe ser algo muy íntimo; sin prisas, sin horarios que cumplir, sin marabuntas de gentes ni ruidos. Con momentos para la interiorización completa; con silencios en silencio; con plegarias mirando al cielo y no a la hora de un reloj. Algo que era imposible de verse cumplido en este tipo de peregrinaciones organizadas en grupo.
Viajar por tanto, no viajé. No pisé Tierra Santa, pero estuve. Estuve en pensamiento y oraciones. Con un deseo claro en las plegarias que no era otro que el éxito espiritual de esa avanzadilla de unos pocos con los que también en la distancia íbamos muchos.
Pedí por encontrarme a su vuelta unos ojos con brillo color Dios; pedí por uniones de brazos más que de boquillas; pedí por alegrías vestidas de humilde gala; pedí por abrazos sinceros de hermanos en la fe; pedí, pedí, pedí…
y no hallé.
Quizás mucho pedí; quizás mucho esperé.
Pasaron los días, hablé con varios, me crucé con otros y observé a todos. De todos los colores, tamaños y género.
Quise saber, siendo todo oídos; quise escuchar y sentir removerse en mí una pizca de otros tiempos de parroquia alegre, aparentemente unida y con ganas de no demostrar cosas sino de serlo. Aquellos tiempos de risas comunes, lágrimas compartidas y esfuerzo por un bien común.
Y no lo hallé.
He encontrado incluso frialdades de palabra y obra, orgullos sempiternos que ni el polvo de un desierto consiguieron ocultar; pensamientos llenos de ruidos malsanos y en general, un punto y seguido en un capítulo que no acaba nunca en uno nuevo y mejor en la historia que entre todos pienso yo deberíamos escribir.
Quizás alguna chispa, un atisbo de brillo en los ojos, unas palabras extrañamente pronunciadas en un tono de esperanza; pero poco más.
¿Quién soy yo para sentenciar esto? Nadie. Sólo un simple opinante que opina.
Sólo un tipo que observa, intenta escuchar más que oír y sentir más que ver. Así lo pienso y así lo digo.
No obstante, seré positivo y pensaré que tiempo al tiempo; que ese grupo que partió, que ese grupo que regresó, trajo consigo en alguno de sus miembros una semilla que necesita reposo, cuidados y madurez para alcanzar la plenitud que particular y “egoístamente” en el momento actual, pienso se quedó a muchos kilómetros de aquí detrás de una muralla.