"Quisiera saber llorar como un niño para sentirme mejor hombre"
"Vivo para creer; creo para vivir"

martes, 20 de noviembre de 2018

Un redoble de tambor

Desde pequeños, un redoble de tambor nos hacía pensar en algo que estaba a punto de suceder. Una cierta tensión en el ambiente cuando el trapecista, el mago, o simplemente la persona que hacía intento de algo extraordinario se disponía a culminar su propósito.

Hoy es un día de vísperas; un día de nervios ajenos, de incertidumbres en el ambiente y sobre todo de inquietud en dos personas muy queridas para mí.

Dos amigos, hombre y mujer, separados por los suficientes años de existencia como para no coincidir en demasiadas cosas que les pudiera unir.

Pero existen nexos comunes y uno en especial que ni el más potente de los disolventes pudiera destruir: su fe.

Ambos han padecido en sus carnes el mal del siglo presente y pudiéramos decir que también del pasado. Hablar de cáncer, es hablar de miedos y techos que se nos caen encima.

Han pasado por mil y una vicisitudes; mil y una pruebas, molestias, dolores, insomnios, soledades y quizás lo peor, incomprensiones.
Pero ambos coinciden en algo; esto que les ha sucedido no lo cambiarían por nada.

¿Están locos?

No.

¿Son felices?

Sin alcanzar a ver sus procesiones interiores, creo que sí.

¿Les ha servido de algo tanto sufrimiento?

Pienso sin duda, que así es. No todo el mundo es capaz de ver a Dios en pequeños detalles entre batas blancas, jeringuillas y pruebas diagnósticas y sentirse acompañados aún en la soledad de una habitación por todas las personas que a kilómetros de allí tenían un pensamiento, una plegaria u oración por ellos.

Hoy el tambor que anuncia algo, comienza a redoblar a la espera de unos resultados que confirmen que la tranquilidad que alcanzaron, puede seguir durmiendo hasta una próxima ocasión.

Nadie escapa al nerviosismo que en estas horas previas pueda acechar a estas dos personas, estos dos amigos.

En la distancia, quienes les apreciamos, también sentimos una cierta inquietud; nadie puede predecir un qué, cómo, ni cuándo; pero nos distingue algo muy necesario en estos casos: la unión en la oración.

No existe mayor ni mejor hermanamiento entre cristianos que la oración compartida; pero no una oración de costumbre arraigada sino aquella otra que usa más la patata que hace pom pom y menos el insípido cerebro que también todos llevamos dentro.

Es el momento ahora de llevar a la práctica todo esto y esperar con ellos lo que un papel con título de diagnóstico les diga.

¿Los resultados?

Yo los tengo clarísimos. Sólo Dios sabe de antemano lo que dirán; pero si de algo estoy seguro es de que el platillo al final de ese redoble, siempre sonará en un enorme abrazo para ambos.



* Dedicado a Laura y Ricardo; dos espejos en los que mirarme.



viernes, 2 de noviembre de 2018

El mal tiene dos caras

Hay que ser muy valiente para hacer lo que una mujer hizo. Perdonar, no es fácil; hacerlo en público, aún menos.
Unos lo llamarán instinto; otros, locura; yo le llamo valentía y fe en Quien merece tenerla.

Fue y en cierto modo sigue siendo grande el daño hecho a una familia por quien debiera ser ejemplo de todo lo contrario a lo que sus actos provocaron.
Esconderse bajo sonrisas, bondades presupuestas, buenos rollos y colegueos de hombre joven, no debiera ser el modus operandi de un mal disfrazado de hipocresía.
Y digo y le llamo “mal”, porque fue un mal el que pasó al lado de esa mujer mientras ésta guardaba silencio en oraciones hacia un Señor expuesto.
Mil imágenes, lágrimas y hechos contrastados vinieron a su mente y revolvieron aquello que en lo oscuro del corazón aún está sin depurar y revuelve tripas y recuerdos de unos tiempos cercanos que quisiera ella y quisiéramos algunos alejar a la velocidad de la mayor de las tempestades.
Pero una voz, Esa Voz que quien tiene verdadera fe lleva dentro, le dijo:
“Detente, piensa y perdona”
Y así lo hizo; en un arrebato de valentía, determinación y bondad se levantó, dio unos pasos y se dirigió directa a un micrófono que esperaba a toda persona que quisiera testimoniar en público una lección.
Esta mujer nos aleccionó, sí. Lo hizo mirando directamente a los ojos del mal y pronunciando sólo palabras de reconciliación y perdón.
¿Qué recibió a cambio?
La cobardía de quien aparta la mirada; el silencio del traidor; la soledad de quien estando acompañado vaga por desiertos por los que solo los miserables saben caminar.
Aunque pudiera parecer lo contrario, no me mueve el odio en mis palabras; me mueve la justicia de quien quiere ser justo; me mueve mi aversión total al hipócrita, al cobarde, al fariseo, al Judas, que osa abrazar a puñaladas en nombre de Cristo y vistiendo sotanas.
Ni tan siquiera me mueve que esa mujer que habló fuera la mía. Me mueve el simple y grave hecho de que esa maldad con sus dos caras de miserable y cobarde, vista ropajes de quien debiera caminar por sendas de santidad.
En su pecado, llevará su penitencia y en nuestros corazones se mezclarán para siempre el perdón, la justicia y el olvido.

lunes, 8 de octubre de 2018

Una bala en la recámara


Nombrar balas cuando de fe se habla, pudiera parecer un contrasentido; pero no lo es. Me inspira un hombre, un amigo, un hermano en la fe.
Una persona por la que siento profundo respeto y cariño. Una de esas personas que no sabes a ciencia cierta si la encontraste en el camino, o simplemente Dios la puso en tu vida.
Un señor en todos los sentidos de la palabra que dentro de un aspecto de pistolero que no perdona, lleva escondida una cartuchera repleta de alma y corazón de oro.
Mil batallas ha bregado. La última, frente a un enemigo que quiso vivir en su garganta sin pagar alquiler. Contra él luchó, sufrió y ganó. Tuvo que dejar en el camino notas altas, malos humos y quizás muchas cervezas, pero pudo salir victorioso.
La fe fue su mejor arma; la paciencia, su mejor virtud.
Si de amigos hablo, debo hablar de él porque es amigo quien te busca con la mirada y te da la paz a distancia; quien sonríe tus risas y se ahoga con tus lágrimas; quien te escucha más que oye mirándote a los ojos; quien confía en mí más que yo mismo; quien reza por mí y los míos como si fueran suyos; ese es mi amigo el pistolero.
A ese pistolero le reclama ahora un nuevo matón que llegó a la ciudad y se ha escondido en los bajos fondos de su pulmón. Agazapado, ha sido descubierto y comienza la batalla, el duelo, la lucha.
Otra guerra, otro enemigo a batir, otra fe y fortaleza puestos a prueba.
Y ese hombre, me sigue dando lecciones de vida, lecciones de fe. Porque como siempre y mirándome a los ojos, me dijo no hace mucho:
No me asusta la enfermedad, el dolor, las pruebas; lo que realmente me asusta es que llegue a tener un bajón de fe”
¿Qué pude decirle entonces? Nada.
Las palabras que me faltaron y las circunstancias de más gentes que aparecieron en escena, me impidieron hablarle aunque fuera con los ojos.
Pero habrá más momentos, más ocasiones en las que dialogar y convencerle que jamás podrá ocurrir tal cosa porque esa guardia, esa fortaleza, ese don que sólo unos pocos como él tienen, se verán reforzados por algo que todo buen pistolero suele llevar: una bala en la recámara.
Y esa bala seremos todos los que de un modo u otro sentimos su lucha, sentimos su amistad, sentimos su fe.


* Con todo mi apoyo, cariño y amistad al pistolero de esta historia


viernes, 21 de septiembre de 2018

A mi lado se sentó

Por inesperada, la fe me abofeteó a dos manos.

Un miércoles como otros, pero no un miércoles cualquiera; uno de esos días en los que los pies te llevan mientras pensamientos, ilusiones y ganas se quedaron en el lado derecho del sofá de siempre.
Tocaba reunión de hermanos de Emaús; mismo lugar, misma misa de ocho, mismas caras y habitual celebración en orden y mecánica.
Pero esta vez, el caminante, el presunto hombre de fe, la persona que ilusionada arrodillaba alma, corazón y propósitos, no aparecía por ningún lado.
En uno de los últimos bancos, el de siempre, esta vez no era yo quien sentó cuerpo y mente, no. En su lugar, un tipo cabizbajo; un tipo lleno de revueltas internas sin poder ser sofocadas; un tipo inmerso en una rutina que le oprimía el cuello. Otra persona ocupaba su lugar llena de malos augurios, futuros bañados en ocres colores y desganas en álbumes coleccionables.
¿Hermano yo? ¿Caminante yo? ¿Servidor yo?
¿De quién? ¿Por qué? ¿Para qué?
Demasiadas preguntas sin respuesta.
La desilusión miraba al frente oyendo sin escuchar sagradas palabras. La celebración se adornó de tedio, de guion previsto, de micrófonos rallados en palabras ya repetidas.
Tenía dos opciones: continuar con esa farsa de mí mismo en la que me había convertido allí entonces, o marchar a la carrera buscando burladeros conocidos.
Y ocurrió. Cuando a lo lejos el eco me devolvió aquel “podéis ir en paz” con su pareja de baile  “demos gracias a Dios”, ese Dios, se acercó a mí.
Al principio, sólo escuché un fuerte y conocido “amigo”…
No miré al principio, no; yo ya sabía quién era; pero esta vez, no pensé igual.
Esbocé sonrisa y giré cabeza a mi derecha, con un ánimo y pulgares hacia arriba desconocidos hasta ese momento.
Al hacerlo, me encontré las desgreñadas canas de siempre ocultando en gran parte un rostro de piel arrugada; una boca desdentada de labios agrietados; unos andares torpes arrastrando un cuerpo agarrotado por avatares de una vida que seguramente, no mereció o no supo vivir.
Una mujer a la que muchas veces repudié. La misma mujer que siempre me estorbó; la pedigüeña que cansaba sin cansarse de pedir; la “mala compañía” que nunca quise tener y con la que más de una vez jugué al escondite para no encontrarnos.
Esa mujer se me acercó y la invité a sentarse a mi lado; su primera frase, no podía ser otra: “dame algo pa un café”.
Y la segunda, la encerró entre interrogantes: ¿dónde está tu mujer?
“Ha conseguido un trabajo y está ahora trabajando”, le contesté.
En ese instante, el tiempo, se paró; el lugar ya no era el mismo y sólo pude ver a Dios mirándome directamente. Porque esos ojos, sus ojos, eran de color alegría; de una alegría indescriptible, sincera, humilde, una mirada de Amor que ni yo como esposo, ni unas hijas, ni el mejor de los amigos seguramente regalaron a quien se encontraba en ese momento a kilómetros de allí al enterarse de tan buena nueva.
Yo, que tantas veces desvié la suya, no pude esta vez apartarme de sus ojos.
Vi un pasado del que me arrepiento enormemente; vi un presente que me llenó de paz y vi un futuro al que espero nunca dar la espalda.
Antes de marcharse, me dejó una petición:
“Dile a tu mujer que me gustaría verla y ese día os invito a un café”
Lo pensó un segundo y añadió…
“Claro, si tengo dinero para invitaros…”
Marchó por donde vino dejando en ese banco a un guiñapo más que a un hombre. Un guiñapo al que con todo el amor del mundo, le “partieron la cara” con una lección de lo que debo ser y no soy.
Miré al frente cuando comenzaba a asomar un Señor expuesto en el interior de una custodia, aunque nadie podrá cambiar mi opinión si digo que ese mismo Señor acababa de marcharse de mi lado.

*Dedicado a esa mujer que me sonrió con su mirada, con todo mi agradecimiento, cariño y arrepentimiento sincero por no demostrarle nunca lo que pretendo ser y por obligarme a tener una reunión larga conmigo mismo.