"Quisiera saber llorar como un niño para sentirme mejor hombre"
"Vivo para creer; creo para vivir"

domingo, 10 de octubre de 2021

La llave


 

Un domingo cualquiera en una iglesia cualquiera para una misa cualquiera. Una misa en ese caso sin mayor pretensión o trascendencia que la de cumplir con lo pactado por cualquiera que se precie de llamarse cristiano y católico.

Un sermón un poco largo; los pensamientos, más alejados que cercanos de allí. Un día de trámite que sin deber serlo, lo era.

Pero de vez en cuando, suceden cosas extraordinarias que dan la vuelta a una tortilla ese día poco hecha. Llegó la hora de la consagración, la comunión del sacerdote y el momento de poder compartir con todos el pan de ese día. Resuelto, se giró el celebrante llave en mano para abrir el sagrario; pero éste no abría. Vanos fueron sus intentos por más que forzara el giro de esa dichosa llave; no fue posible. Pidió ayuda y un señor de cierta edad, subió al altar para echar una mano, sin resultado. Era la primera vez que un sacerdote que yo viera, tuvo que suspender la comunión por un sagrario que ese día se resistía a ser abierto.

Así que como hecho excepcional comulgamos espiritualmente sin nada que llevarnos a la boca ni al alma. O eso pensaba yo, porque lo que vino después me sirvió como mil comuniones anteriores.

Acabada la misa, mi santa esposa y yo permanecimos un rato más esperando por si podíamos ayudar en algo. Allí sólo quedamos el sacerdote, el señor que intentó ayudar en la celebración y nosotros dos.

Nuevamente, aquel buen señor hizo vanos intentos de abrir el sagrario. Se le ocurrió que con algún aceite lubricante, la cerradura dejaría de presentar batalla. No fue así; el aceite tampoco surtía efecto.

No pensé nunca que yo pudiera ayudar en mucho por mi más que declarada inutilidad en temas de bricolaje, pero había que intentarlo, así que amablemente le pedí que me dejara probar a mí con esa “maldita” llave.

La llave era antigua; restañada por algún percance que ya hubiera tenido anteriormente. La cogí, la inserté en la cerradura y la giré hacia la derecha. Ni se movió. Intenté no introducirla hasta el fondo y repetir la operación. No hubo forma humana de poder hacerla girar tras varios intentos.

Entonces, me vino a la mente que en una iglesia, ante un sagrario y un gran Cristo crucificado, podía rezar un Padrenuestro mientras seguía en mi testarudez de tener que abrirlo.

Comencé diciendo en pensamientos, Padre Nuestro que estás en el Cielo y antes de llegar al santificado… la puerta abrió y me encontré de bruces con el Señor escondido al fondo del santo sagrario.

El vello se me erizó, un escalofrío de verano recorrió mi cuerpo y borbotones de lágrimas que tuve que contener más por vergüenza que por ganas, a punto estuvieron de mojar mi rostro.

Alcé los ojos y miré al Crucificado; sólo acerté a decirle en silencio “GRACIAS”.

No quise comentar este hecho con el sacerdote y con el buen señor y sí lo hice a la salida con mi perpleja chica de siempre.

Han pasado días ya desde aquello y es ahora cuando medito el significado de una nueva diosidad que acaeció siendo yo partícipe y que tanto tiempo hacía que no me sucedía.

Me he dado cuenta que nosotros mismos somos la llave de nuestra fe. Si no la engrasamos de vez en cuando, podemos caer en el error de oxidarla, de dejarla inútil para aquello para lo que nos debería servir.

Nosotros también somos sagrario y con nuestros actos, pensamientos y palabras, no sólo nos cerramos a nosotros mismos sino que dejamos sin libertad al alma que Dios quiso otorgarnos.

Una llave, como una fe, pueden ser viejas; pero bien cuidadas, no hay ni habrá males que por bien no vengan. De nosotros dependerá que esa llave se utilice mayormente para abrirnos o cerrarnos al mundo y a Dios.

sábado, 21 de agosto de 2021

El proceso

 


    

   Echar la vista atrás hasta una hermosa mañana del veintiuno de agosto de 2011, me lleva a rememorar una parte importante, quizás esencial de mi vida.

   Son diez años, ni más ni menos. Diez años de asombros, de certezas, de muchos interrogantes, de alegrías, tristezas, meditaciones y enseñanzas.

    Un encuentro conmigo mismo a través de la parte más escondida de mi existencia. Mi propia alma.

   Un viento silencioso rodeado de más de un millón y medio de personas, no sólo despeinó mis sienes sino también el telón de fondo que cubría una fe que existía y no supe reconocer hasta ese instante en el que mi interior habló con la furia de un silencio que me gritó a voces.

   Hoy se cumplen diez años de aquella mañana en Cuatro Vientos con un invitado que no por inesperado, me miró a la cara y me dijo: Aquí Estoy.

   Desde entonces, la vida transcurrió del modo en el que todo destino nos va marcando; pero con una diferencia esencial: sobresaliendo una esperanza por encima de futuros teñidos de negro color.

   Conocí gentes; desconocí otras y supe apreciar lo que de bueno y a la vez complicado, tiene una vida de fe. Una vida llena de altibajos; una vida duramente gratificante. Un proceso interminable de miradas al cielo aún con los brazos y el pensamiento por los suelos. Una vida de desiertos existenciales regados en muchas ocasiones por oasis de remansos y paz interior.

   Si tuviera que regresar y recomenzar mi vida desde aquel día, puliría muchos errores cometidos aunque en esencia, no quisiera que esa historia se reescribiera. Quizás sí que pondría en marcha algún corrector de voluntades y malos hábitos que han sabido perseguirme con la velocidad de todo aquello que termina alcanzándome.

   Pero soy así; perfectamente pecador con voluntad de no serlo, aunque en esta película muchas veces triunfe la mala compañía de mi propia iniquidad.

  Hoy es un día de celebración, de recuerdos, de gratitud y de peticiones. Celebrar lo que sucedió, recordar de lo bueno todo y aprender de lo malo que también hubo y sin duda habrá; agradecer a quien con su existencia me enseñó a ser mejor persona, mirándome en espejos ajenos.

  Y como cristiano en prácticas, pedir. Pedir por los míos, los más cercanos y también por aquellos que aún sin saberlo, con sus acciones buenas o malas, me ayudan a aprobar un curso tras otro la difícil carrera que emprendí desde aquel bendito día.

  Un recuerdo especial también a un viejecillo criticado por muchos pero admirado también por otros tantos que supo y quiso apartar su magnificencia como Papa para dar paso a otros aires que por renovadores no tienen que ser necesariamente mejores. Al Papa Emérito Benedicto XVI, desde el corazón, gracias.

  Y sobre todo, gracias a Aquel que siendo Amigo desde mi primer hálito de vida, quiere jugar conmigo más intensamente desde hace ya diez años.

 El proceso, sigue. Tendrá sus altibajos, sus reseteos, quizás un formateo y puede que un gran reciclaje. Pero me queda la tranquilidad, la esperanza y la dicha de saber que Su mano siempre estará abierta para agarrar la mía.






jueves, 18 de marzo de 2021

Ruinas

         


Es curioso observar mientras esperamos en los bancos de la Iglesia el comienzo de la Santa Misa, un elemento sin cuya presencia, quizás nada de eso sería factible.

Una columna de siglos, permanece a mi lado como testigo mudo de cientos de años de fe, devoción y seguramente también de alguna que otra hipocresía o falsedad.

Una columna con arrugas en forma de marcas, ahondamientos o señales de un paso inexorable del tiempo y de los tiempos. Vieja y quizás con la cara sin lavar, pero firme como siempre en su propósito y utilidad. Sin ella, se tambalearía una estructura que cedería a la maldad del derrumbe.

Y como ella, en una pequeña capilla, una barra de hierro acabada en una plancha metálica sirve como apuntalamiento de un techo que grita venirse abajo.

Así es la fe, así es mi fe; con momentos de firmeza y otros que necesitan ser apuntalados para no caer en la frialdad del insensible.

Suerte tenemos de contar con el gran Maestro de obras que sostiene las ruinas de nuestros pensamientos, palabras y omisiones.