"Quisiera saber llorar como un niño para sentirme mejor hombre"
"Vivo para creer; creo para vivir"

sábado, 10 de octubre de 2015

Un ángel cantó



Las cosas, suceden. La predisposición puede que también; pero por encima de todo, existe una “casualidad” que puede llegar a dejarnos marcados.

Llevaba algún tiempo sin necesidad de necesidad y aunque todavía no me encontraba en un estado de preocupación, sí que empezaba a notar que mi relación con el Colega comenzaba a ser en cierto modo, rutinaria.

Asistir a misas, arrodillarme ente un Santísimo o entablar conversación con Él había perdido quizás la frescura y profundidad que antaño me envolvía; pero haciendo cierto ese pensamiento de que “Dios me quiere”, anoche sin ir más lejos, una mano me ayudó a reconducir mi camino.

Una noche como otras, de un viernes como muchos, en mi catedral de siempre.

Un ensayo del coro de la Capilla Musical, me llevó hasta allí. Un ensayo éste en el que me reconocí como algo más que un tipo que de semana en semana acude allí a dar el cante más que para cantar. Realmente, me sentí muy a gusto mientras notas musicales con mayor o menor acierto salían a borbotones de mi garganta.

Acabar ensayo, recoger gafas, carpeta y cazadora fina abandonando sacristía, director y compañeros, fue todo uno.

Cruzar el dintel de la puerta y penetrar en el templo con dirección a su salida, ya tuvo algo de especial pues lo primero que me impactó fue contemplar los bancos abarrotados de la más rabiosa juventud que en silencio aguardaban el comienzo de un encuentro de oración con el Obispo de la Diócesis.

Una sensación me invadió a caballo entre la perplejidad, el asombro y la alegría del éxito conseguido en su convocatoria, entre aquellos que debieran ser el futuro prometedor de una sociedad esperanzada.

Un acto organizado para jóvenes. Un acto en el que yo por deferencia, no debería estar, pero del que hoy me siento muy orgulloso de decir que “yo estuve allí”.

Conforme me acercaba a la puerta de salida, algo me retenía a cruzarla con celeridad. Y fue fijarme en esa imagen del Cristo crucificado al que nada me cuesta besar, cuando a modo de voz interior me dije: “quédate”.

Quise pasar lo más desapercibido posible y pude acurrucarme en un penúltimo banco que rápidamente se llenó.

Desde allí, más que ver, escuché; más que atender, pude sentir.

Una ceremonia hermosa y sencilla, pero adornada de una respetuosidad, devoción, naturalidad y participación que realmente, me conmovieron.

Un Santísimo expuesto; personas como yo, arrodilladas en señal de respeto hacia Aquel que estoy seguro, sonreía contemplando a sus gentes, a sus jóvenes amigos.

En un momento determinado, sin pensarlo, me senté; no por comodidad, cansancio, desidia y mucho menos falta de respeto. Simplemente, lo hice.

Un acto casi involuntario; un bendito acto del que doy gracias.

Al sentarme, comenzó un cántico que hablaba de una pequeñez de alma y amor entre pobreza.

Hermosa oración que de repente llegó a mis oídos cantada por la voz más dulce, hermosa, clara y sencilla que jamás escuché.

Una voz de mujer que arrodillada tras de mí parecía susurrarme al oído una melodía y unas letras que traspasaron mi alma, como un aliento que no sentía tan profundamente desde aquella hermosa mañana en Cuatro Vientos en la que mi fe despertó.

Cabellos erizados, lágrimas a punto de saltar del precipicio de unos ojos que no sabían disimular miradas; corazón desbocado y sólo un pensamiento en mi cabeza:

“Gracias”


No quise mirar atrás; no quise identificar esa voz con ninguna cara o cuerpo y finalizado el acto, marché de allí con la certeza y el maravilloso sentimiento de que allí, anoche, un ángel me cantó al oído.