Toda su vida estuvo marcada por el esfuerzo, por un afán de superación, por alcanzar metas.
Día a día, se entrenó para ello.
Compartió penurias, alegrías, éxitos y también fracasos.
Muchas veces, tuvo que entrenar solo; pero no le importaba, porque en el fondo, sabía que todo gran esfuerzo requiere también el sufrimiento de la soledad.
Poco a poco, fue destacándose de los demás llegando a ser punto de mira de esa mala compañera de viaje llamada envidia.
Muchos fueron los que le envidiaron; otros, le adoraron; los más, ni tan siquiera habían oído hablar de él, e incluso algunos, recelaron, murmuraron y llegaron a odiarle.
Pero su dignidad, su bondad, humildad y una infinita dosis de paciencia le llevaron a no cejar en el empeño y siguió entrenando con más y más fuerza para llegado el gran día, cruzar la meta como gran triunfador de la carrera más dura e ilusionante a la que se inscribió.
Los brazos abiertos, abrazando el mundo. Los brazos en alto, en señal de triunfo; la mirada agónica, dulce y compasiva a la vez, de quien llega exhausto a la meta, sintiéndose y siendo el gran vencedor.
No sonaron aplausos, mucho menos ovaciones y nadie se atrevió a colgarle una medalla; ninguna bandera se izó y ningún himno sonó, pero ese corredor ganó y nos hizo ganar la carrera más importante de la historia: