Un
rebaño, unos pastores, mil silencios. Así en tres palabras con su
correspondiente artículo se podría resumir un sentimiento que va
calando hondo y que va dejando posos insanos de lo que pensaba sería
y mucho me temo
que nunca llegará a ser.
La
Iglesia es madre; sus Ministros, padres. ¿Cómo entonces no siento
el abrazo, la preocupación, el refugio, el consuelo y la alegría de
sentirme protegido y cuidado por mis padres espirituales?
Es
una percepción muy personal, pero que perfectamente creo compatible
con mi entorno más cercano; familia, amigos, gente joven, gente que
ya no lo es tanto… Gente en definitiva a los que escucho y con los
que comparto o no pensamientos, ideas u opiniones.
Hablar
a la cara y a las claras, en un confesionario, en la terraza de un
bar, en la calle o entre cuatro paredes de alturas catedralicias o de
habitación de reunión monda y lironda, me ha llevado, no sin
meditación y maceración de años, a percatarme de algo que
ciertamente me confunde, preocupa y en cierto modo, asusta.
Soy
un privilegiado y siempre que mis neuronas me lo permitan, no me
cansaré de decirlo. A nivel personal, familiar o de mi entorno más
habitual, sería de miserable quejarme.
Añadamos
a esto que mi fe en Dios, mientras Dios quiera, creo que es y espero
que sea siempre, inquebrantable.
Pero
mi fe en el hombre en general y en los hombres de Dios y su entorno
en particular, desgraciadamente, viene padeciendo de temblores que a
modo de réplicas, pudieran parecerse a terremotos aunque éstos
afortunadamente aún no hayan hecho acto de presencia.
No
voy a generalizar, pero sí que cuando la probabilidad se acerca al
cien por cien de los protagonistas de negras vestimentas que conozco
y me conocen, debería de considerar una pandemia que en mi entorno
parroquial se extiende más allá de sus muros.
Ya
no me valen las excusas habituales ni vendas en ojos propios y ajenos
con consabidos “estarán muy ocupados” “pobrecitos” “no dan
abasto” “menudo papelón tienen”.
Y
digo esto porque aunque sea cierto, que no lo discuto, tampoco creo
que sea menos cierto el hecho de que la vocación de un pastor hacia
las ovejas de su rebaño, entiendo que debería llevarle a una
cercanía personal que no se percibe. Pero cercanía de la de verdad;
cercanía en lo bueno de la vida y mayor cercanía aún en los
momentos ingratos que a todos nos toca vivir.
Uno
puede trabajar y codearse asépticamente con sus compañeros, jefes,
o conocidos o por el contrario, puede hacer llevadero ese trabajo con
dosis de humanidad; pero de la humanidad que se preocupa sinceramente
del prójimo como bien común y propio.
Cubrir
expedientes, está bien; dar imagen de simpatía, profundidad o
cánticos gloriosos de buena voz, genial.
Pero
sentir un feligrés, una oveja descarriada o no, un simple
parroquiano, el latido revestido de cierta comprensiva amistad en su
pastor, debe ser otro nivel.
Y
ese nivel se me hace muy lejano por no decir desaparecido, o
inesperado.
El
propio Papa Francisco en la homilía de la última Misa Crismal,
instaba a los sacerdotes a ser cercanos a la gente como
evangelizadores que son.
Como
cristiano que soy, católico practicante que me considero y
observador por naturaleza que como gracia o cruz la vida y Dios me
dieron, debía reflexionar sobre todo esto.
Seguramente,
no sería entendido por aquellos mismos que habitualmente comparten
su mismo PAN conmigo. Y si lo hago, precisamente es porque me duele
allá en lo hondo, en lo escondido, que voces implorantes pidiendo
consejo espiritual, consejo de hermano en la fe, o simple consejo de
prójimo respetado y querido, se encuentren con el vacío de la
pasividad o indolencia de aquel de quien esperan una mirada
acompañada de palabras cargadas de apoyo, consejo o simple compañía
sincera.
Y
lo digo con conocimiento de causa por familiares de piel con piel, de
rabiosa juventud que siendo fieles comienzan a no entender actitudes.
Lo digo además por quien buscando un consejero espiritual acabó
hallando una quimera o simple humo; y lo digo también por amigos en
dificultades que esperando, se cansaron de esperar.
Se
me podrá reprochar por quien no me conozca realmente, que no debería
hablar con duras palabras hacia quien me trata bien o muy bien según
se mire o quien lo mire. Pero si lo hago, precisamente es por aprecio
hacia esas personas. Si lo hago también quizás sea por aquello de
la corrección fraterna que como cristianos y hermanos deberíamos
poner más en práctica todos. Y cuando digo todos, es todos.
Desde
el más culto entre los cultos, al más humilde o ignorante entre los
mismos.
No
puedo consentir escuchar de jóvenes “me están obligando a buscar
otra parroquia donde vivir la fe”.
No
puedo consentir vivir una fe anquilosada en un simple transcurrir de
días de Misa y mantel.
Soy
un rebelde sin causa aparente, pero un rebelde inconformista que
quiere luchar para que el silencio de los pastores, no acompañe al
silencio de los corderos.