La impaciencia, me atrapa; la
necesidad, me corroe.
Tuvieron que sucederse días y
semanas para encontrar nuevamente un remanso de meditación y presencia real.
Una noche más, en el Santísimo
cara a cara con Él; pero no una noche como tantas últimamente.
A mi mente, vino una escena; a
mis ojos unas letras, una historia, un relato escrito en hojas blancas.
Un Vía Crucis con antigüedad
de un año y realizado, meditado y expuesto por una juventud italiana que
contentó a Papa, clero y feligreses en un lugar llamado Roma en la Semana Santa
del pasado año.
Lo leí con atención, lo sentí
con devoción y me detuve en una de sus estaciones con parada y estancia larga.
Novena estación, decía
hablando de una tercera caída del Señor.
Mi mente divagó, mi
pensamiento viajó a una calle polvorienta, adornada con gritos y negras almas
vociferantes.
Un Hombre herido, maltratado,
vejado, cae al suelo y yo con Él.
Ambos mordimos el polvo; ambos
nos miramos; frente a mí, una cara ensangrentada, irreconocible por los golpes
certeros y unos ojos cargados de un extraño sufrimiento. Unos ojos agónicos
iluminados por el color de la esperanza y el perdón. Frente a ellos, un tipo
que cayó en la cuenta de un error; caído bajo el peso de su orgullo y el
desamparo de sus actos. Un tipo de estupidez inconsciente, de manos inútiles a
la hora de ofrecerse como debiera al prójimo por su intolerante tolerancia. Un
tipo que quiere y no puede, que puede y en muchas ocasiones no quiere.
Un tipo que necesitaría aprender
a caer como un niño para levantarse como un hombre nuevo, distinto, mejor.
Hacerlo con la piel herida,
los rasguños y el alma en carne viva; un tipo que quisiera poder encontrar
siempre Tu Santo Rostro en cada una de sus caídas y que mirándote escuchara de
Tus ojos:
“Levantémonos
juntos y sigamos nuestro camino a la Gloria”