Quisiera ser pequeño para alcanzar lo Grande; tan pequeño
como un hombrecillo que pudiera colarse por la última rendija que quedara justo
antes de que el sacerdote cerrara bajo llave un sagrario.
Colarme y sentir Tu cercanía y Tu luz en la oscuridad de
un lugar tan pequeño.
Dialogar, abrazar, sentir, pedir, rezar, cantar, llorar,
reír, morir, vivir…
Unas horas de bendita celda en la que dejar encerradas a
perpetuidad mis imperfecciones, mis pecados, mis incongruencias, malos genios,
falta de amor al próximo y prójimo, la cara oculta de mi alma.
Purgar heridas, malos pensamientos, juicios sin juicio,
críticas, nubes negras y desiertos con tormenta de arena.
Todo eso dejaría en el silencio de un sagrario, en el que
entrara a hurtadillas.
¿Y todo para qué?
Para que al escuchar el sonido de una cerradura que se
abre, asomara un hombre nuevo; un hombre de traje a estreno, pies descalzos y
manos desnudas.
Un hombre que viera reflejado en los demás un atisbo de
la Gloria que le acompañó durante horas.
Un hombre menguante que creciera al ritmo de una fe
verdadera con Él, en Él y por Él.