No
es la última versión; ni tan siquiera sirve para entretener con
ocio lo que de aburrido en ocasiones nos regala la vida.
Suena
casi igual que ese artefacto que costando cientos nos sumerge en
mundos irreales de héroes, batallas, o extremos virtuales.
Esta
otra es todo lo contrario; es cerrar ojos para abrir almas. Pensar
para sentir y llegar a sentir aún sin pensar. Orar no es un juego
para el cristiano; más bien, diría que se asemeja a necesidad.
Quien no ora, no mama de la espiritualidad necesaria de quien busca
respuestas más allá de la lógica humana en la que nos perdemos
todos.
Hermanarse
mediante la oración; pedir cura de enfermo, rogar bienes de
conciencia a quien la tiene hecha jirones; buscar imposibles donde
imposible nos dicen que llegaremos.
Poco
entendible para quien ni tan siquiera se moleste en intentar
entender. Poco efectivo para quien teniendo intención de hacerlo, lo
haga en la vergüenza de quien tema ser descubierto.
La
oración es comunión, entendida ésta como la unión de gentes y
propósitos para alcanzar un fin. Un fin que va hasta más allá del
más allá.
Muchos
testimonian su cercanía estando a muchos kilómetros de quien reza
por ellos; muchos más son los huérfanos de ayuda que quisieron
serlo por cerrazón de sus mentes o por buscar en sitios de vacío
contenido.
No
les culpo; todo lo contrario. Optaron por lo fácil, por la costumbre
anticostumbrista de los que no presignan ideales aunque por dentro
busquen lo inalcanzable teniéndolo ahí mismo.
No
necesito mandos, ni wifi, ni bluetooth, ni pantalla para jugar al
juego de buscar sentido a mi existencia; sólo necesito mi pray
station para saber a conciencia cierta que mi partida tendrá siempre
un ganador con el más Grande entre los premios.