Un
día ventoso, desapacible; un domingo que invitaba más a zapatillas y caldos que
a salidas más allá de un pan para comer.
Pero
la devoción más que obligación, llevó mis pasos hacia donde repican las
campanas de once en una torre con reloj de doce y cuarto.
Distinto
banco, mismas caras, músicas y ornamentos.
Un
hueco vacío a mi lado; nadie lo ocupaba. De repente, unos pantalones largos,
unos zapatos negros, un abrigo gris y poco más de un metro de niñez de moreno
cabello, se sentaron a mi lado.
Un
chaval, un niño de blanca tez y mirada serena que portaba entre sus manos una
colorida bolsa de salados gusanitos del que todos alguna vez nos hemos
embadurnado labios y sonrisas.
Sus
manos no se separaron de la bolsa ni un momento; era un tesoro a guardar
esperando la ocasión para ser devorados.
Impropia
quietud, tranquilidad, educación y saber estar en un niño de tan corta edad que
me sorprendió con oraciones, golpes de pecho y respuestas que sabía cuál
experto de almas mirando al cielo.
Admito
que en esa ceremonia, yo jugué más que escuché; pensé más que atendí y me
admiré más que sentí.
Porque
ese niño en un momento especial, se arrodilló a mi lado, escondió la cabeza
entre sus hombros y se mantuvo quieto, muy quieto como si el tiempo se hubiera
detenido en él.
Instantánea
de una escena que me admiró profundamente; una imagen de inocencia, de silencio
interior, de un niño que sólo separó una de sus manos de su tesoro más preciado,
para apretar la mía en una paz que para mí y para todos quisiera conservar
siempre.
Marchó
por donde vino; sin nadie que le esperara alrededor y dejó a un tipo como yo
unos minutos dando gracias a un cielo
que vino a verme con sabor a gusanitos.
*Quiero
dedicar estas letras a otro pequeño niño y su familia que horas más tarde
atravesaron el corazón de muchas personas que no podemos comprender la maldad
del ser humano.
A
Gabriel y tantos otros ángeles que hoy y para siempre comerán gusanitos sabor a Gloria.