Un
examen de conciencia; una espera de perdón; un encuentro en desencuentro. Ese
sería el resumen de una confesión obligada por un estado de Gracia justo y
necesario para quien iba a acompañar mano en hombro a un apadrinado camino de
su Confirmación.
El
destino se busca, aunque en algunas ocasiones es él mismo el que te encuentra.
Minutos
de larga espera con el único propósito de encontrarme no con el sacerdote de
cara conocida sino con aquel otro que no supiera más de mí que yo de él. Vano
esfuerzo e inútil transcurrir de un tiempo que no fue aliado mío.
¿Qué
hacer entonces? ¿En quién depositar lo malsano y escondido de mi alma si mirar
con desconfianza era lo penúltimo que mi mente cavilaba? La respuesta, llegó
pronto; no había otra hoja para dar la vuelta que aquella que me enfrentara con
la cara opuesta a lo que en ese instante deseaba.
Era
hora de despejar miedos, dudas y reproches e intentar abrir corazón sin medida
y sin sopesar consecuencias.
No
elegí yo; me empujó Él. Reclinado en madera antigua, abrí de par en par
pensamientos, sensaciones, conjeturas y perdones.
Destapé
el tarro de los recuerdos; de tiempos mejores vistos por ojos asombrados en un
pasado no lejano que en presente tornaron a tristes por cargas de
incomprensión.
Vacié
el cargador de lo pensado y esperé respuesta. Y la tuve, vaya si la tuve.
Porque además de unas palabras, recibí silencios que me hablaron mucho más que
mil discursos.
Vi
ojos de lágrimas a punto de saltar al vacío para encontrarse con las mías que
ya no permitían ser retenidas por más tiempo. Dos hombres frente a frente
jugando a un juego tan antiguo como inusual llamado sinceridad.
Porque
fue sincera, tremenda y espiritualmente hermosa la confesión de dos que
hablaron, se miraron y se pidieron mutuo perdón.
Y
hubo un momento tan largo quizás como el de un parpadeo, en el que pude
presentir que allí entre aquellos dos hombres mirándonos estaba Dios. Estaba Jesús
sonriendo y gritándonos en silencio:
“No
era fácil y los dos lo habéis conseguido; pedir perdón y perdonarse”
No
recuerdo una confesión igual. Puede que no vuelva a sentir que en una confesión
de dos, cuente tres. Quizás nuestros caminos no se vuelvan a encontrar aunque
caminen paralelos, pero por un momento ese Señor, ese Dios que siempre digo que
me quiere, me arropó y me guio hacia un perdón entre perdones.