Qué
difícil se me hace asistir a misa sin iglesia;
Qué
difícil se me hace dar la paz sin estrechar manos;
Qué
difícil se me hace buscar al hermano y no verlo;
Qué
difícil se me hace recibir a Dios sin pan;
Qué
difícil se me hace volver a casa sin salir de ella;
Qué
difícil tantas y tantas cosas…
¡Cuánta dificultad
y cuanto bien sin merecerlo!
Pensarán que estoy
loco, pero así lo siento. Estamos viviendo días de encierro involuntario; días
de miedo en las miradas; días de sospechas infundadas o de certezas
confirmadas. Todo eso y mucho más pondríamos en la balanza de lo que no
queríamos que sucediera y sucedió.
Son siete días de
confinamiento los que llevamos, pero muchos años sin mirar a Dios; sin
contemplar su obra; sin cuidar nuestro mundo ni preparando el que deberíamos
dejar a los que vienen detrás; pateando la naturaleza con la vista puesta sólo
en el vil dinero y la vil codicia; maltratando al prójimo como a ti mismo;
perdonando sin perdonar; mirando sin escuchar y escuchando sin mirar; orando
sin devoción y siendo devotos de nuestros orgullos y apariencias; golpeándonos
el pecho y sólo sentir su dolor cuando un maldito virus lo ataca; siendo
infieles incluso a nosotros mismos de pensamiento, palabras y omisiones; pidiendo
paz y haciendo guerras; en definitiva, siendo Adán con su Eva y un paraíso que
dejamos escapar nuevamente innumerables generaciones después.
¿Y quién viene al
rescate? El Mismo de Siempre.
Un Señor que a
pesar de los pesares, nos sigue diciendo “Te quiero”; que nos quiere como somos
y nos perdona incluso lo imperdonable. Ni clavos en las manos y en los pies
hicieron mella en Su amor hacia nosotros. Y hoy, ahora, estos días, seguimos
usando martillos y coronas de espinas para matar el mundo que nos dio, la vida
que nos regaló y el don preciado del Amor por el Amor.
Estamos viendo
multitud de escenas de sufrimiento; de agotamientos físicos y mentales; de
enfados por ese material que no llegó o ese o aquel político que no debió
llegar. De reproches sin mirar atrás pensando en lo que se dijo y ahora
pretendemos que se olvide. De ataúdes esperando; de despedidas sin serlo y de
familias rotas en un aislamiento forzoso sin besos de despedida a ese ser que
marchó en soledad.
Pero yo quiero ver la otra
cara de la moneda y sentir o buscar el bien que en el mal se encuentra. Y lo
estoy viendo, lo estoy sintiendo y aunque me tachen de loco, lo estoy
agradeciendo.
Porque en este
encierro me siento acompañado; de los míos, de los que a kilómetros de mí están
tan lejos como a mi lado; de los hermanos que sin sangre de por medio, me
demuestran serlo; de la mirada de un viejecillo y su barra de pan bajo el brazo
buscando el refugio del hogar; del barrendero que me suplica un “buenos días” y me
encuentra; de metro y medio de solidaridad en una cola buscando el alimento; de
aplausos en terrazas, himnos sin esconderse y esfuerzos de sonrisas cansadas. Y
sobre todo, me siento acompañado por la mejor compañía que uno pudiera tener:
D I O S
Sí, ese mismo Dios,
Jesús, Cristo, Señor o como le queramos llamar; Ese mismo al que se culpará de
males y plagas y al que ni en éstas muchos verán Sus Obras.
Ese Dios que me
llama a misa sin toque de campanas y teniendo como banco la comodidad de un
sofá; Aquel que me tiende la mano para dejar en ella un rosario de plástico perdido
entre tanto guante de latex color azul; el que me hace pensar, valorar, añorar
lo que durante mucho tiempo di por hecho o habitual; el que me une al vecino de
enfrente, arriba o abajo; el que me incita a beber en la fuente de la
solidaridad entre las gentes más que en la blanca espuma de la rubia cerveza;
el que abre sus brazos para abrazarme sin miedo a mis contagios; el que me
grita “Confía” y a la vez me recluye en la oración; el que provoca que mis ojos
se nublen de esperanza y mi corazón de ritmos bondadosos; el que me hace pensar
siempre que somos un número y Uno más… En definitiva, el que un día dio la vida
por todos y que aún hoy la sigue dando en un mundo que necesita romperse para
volver a encajar.
Hoy mis letras, mis
pensamientos, mis oraciones apuntarán a esa hermosa madre Tierra que me cobija
y sé ciertamente que está en los brazos del Único que la puede sanar, cuidar y
acompañar.
¡Qué difícil
imaginar que todo esto no tenga un sentido que nos lleve a todos por fin a
retomar un camino que nunca debimos abandonar!