"Quisiera saber llorar como un niño para sentirme mejor hombre"
"Vivo para creer; creo para vivir"

lunes, 14 de noviembre de 2016

Oración compartida

Orar es hablar íntimamente mirando al Cielo aunque los ojos se mantengan cerrados y la cabeza gacha.

Orar es compartir pensamientos, tristezas, alegrías o simple charla entre amigos.

Orar no es perder el tiempo; es o debiera ser el encuentro con el tiempo perdido en las nimiedades de esta vida.

Buscar a ese Padre, esa Madre o ese Santo que aun estando en mí, debo llamar, hablar y exponer lo que mi cabeza y sobre todo el corazón, desea compartir con la intención de un favor, un ruego, una súplica o una confortación de mi alma o de la que queramos sea confortada.

Desde ese verdadero encuentro que tuve con la Señora, es práctica, necesidad y sacrificio realizado con devoción y humildad, rezar rosarios y hablar a esos Padres que no veo pero siento.

Lo realizo en la soledad de mí mismo, pero también en la compañía de la mujer que me acompaña casi desde siempre.

Compartir oraciones, letanías, misterios y cuentas de rosarios a diario, es una costumbre que comienza a cimentarse como una ley necesaria para una mejora en la compenetración que todo matrimonio cristiano que se precie debería intentar realizar.

La intimidad de un hogar puede que sea el marco perfecto para hacerlo. Sin embargo, a pesar de mi timidez innata, ayer me sentí bien en una pequeña capillita; una reducida habitación con dos pequeños bancos de madera, una luz en vela y todo un Señor en el interior de un sagrario.
No necesitábamos más; Él, nosotros, dos rosarios y unos librillos de oraciones.

Al poco de iniciar el rezo, una cara conocida asomó por la puerta;  un compañero de charlas, reuniones y cierta amistad.

Un buen hombre cuya vida últimamente no parece ser la balsa de aceite que por su actitud, rostro y conversaciones era.

En silencio se sentó, miró su móvil y comenzó a rezar para sus adentros lo que su pantalla mostraba.

Nosotros, disminuimos todo lo que pudimos el volumen de nuestra voz y continuamos inmersos en nuestros misterios gloriosos de ese día.

De repente, su voz se unió a la nuestra; al principio con cierta timidez. Lo miramos, nos miró y los tres comenzamos a orar sin tapujos, sin vergüenzas, sin silencios escondidos; cara a cara y dirigiendo nuestros rezos, súplicas y plegarias a Quien teníamos delante y muy dentro.

Fue una hermosa experiencia para mí que me hizo ver la comunión que es posible entre personas diferentes a las que les une un nexo común llamado fe.