Orar es hablar
íntimamente mirando al Cielo aunque los ojos se mantengan cerrados y la cabeza
gacha.
Orar es compartir
pensamientos, tristezas, alegrías o simple charla entre amigos.
Orar no es perder el
tiempo; es o debiera ser el encuentro con el tiempo perdido en las nimiedades
de esta vida.
Buscar a ese Padre, esa
Madre o ese Santo que aun estando en mí, debo llamar, hablar y exponer lo que
mi cabeza y sobre todo el corazón, desea compartir con la intención de un
favor, un ruego, una súplica o una confortación de mi alma o de la que queramos
sea confortada.
Desde ese verdadero
encuentro que tuve con la Señora, es práctica, necesidad y sacrificio realizado
con devoción y humildad, rezar rosarios y hablar a esos Padres que no veo pero
siento.
Lo realizo en la
soledad de mí mismo, pero también en la compañía de la mujer que me acompaña
casi desde siempre.
Compartir oraciones,
letanías, misterios y cuentas de rosarios a diario, es una costumbre que
comienza a cimentarse como una ley necesaria para una mejora en la
compenetración que todo matrimonio cristiano que se precie debería intentar
realizar.
La intimidad de un
hogar puede que sea el marco perfecto para hacerlo. Sin embargo, a pesar de mi
timidez innata, ayer me sentí bien en una pequeña capillita; una reducida
habitación con dos pequeños bancos de madera, una luz en vela y todo un Señor
en el interior de un sagrario.
No necesitábamos más;
Él, nosotros, dos rosarios y unos librillos de oraciones.
Al poco de iniciar el
rezo, una cara conocida asomó por la puerta;
un compañero de charlas, reuniones y cierta amistad.
Un buen hombre cuya
vida últimamente no parece ser la balsa de aceite que por su actitud, rostro y
conversaciones era.
En silencio se sentó,
miró su móvil y comenzó a rezar para sus adentros lo que su pantalla mostraba.
Nosotros, disminuimos
todo lo que pudimos el volumen de nuestra voz y continuamos inmersos en
nuestros misterios gloriosos de ese día.
De repente, su voz se
unió a la nuestra; al principio con cierta timidez. Lo miramos, nos miró y los
tres comenzamos a orar sin tapujos, sin vergüenzas, sin silencios escondidos;
cara a cara y dirigiendo nuestros rezos, súplicas y plegarias a Quien teníamos
delante y muy dentro.
Fue una hermosa
experiencia para mí que me hizo ver la comunión que es posible entre personas
diferentes a las que les une un nexo común llamado fe.