Como una venda en los ojos,
como una noche sin luna, como una habitación a oscuras, así se encontraba una
parte de mi alma.
Huérfana de besos
consoladores, de consejos de mayor, de protección natural, de amor desmedido y
muchas veces no comprendido. De todo eso y más he carecido prácticamente toda
mi vida; he carecido, o más bien diría que a modo de masoquismo intrínseco he
querido fustigarme con la soledad de vivir sin Madre.
Sin esa Madre de todos, sin la
Mujer por excelencia, sin la Historia hecha futuro eterno.
Sin todo eso, he vivido o
malvivido hasta ahora, excusándome en mi falta de fe en Ella; en mi cerrazón en
el Padre y en mis paseos por la vida aferrándome sólo a la mano de uno de
Ellos.
Ahora vuelvo a ser niño;
regreso a una vida en la que camino feliz mirando al frente y sin soltar la
mano de unos Padres que en su infinito amor sé que no soltarán jamás la mía.
Ya no camino solito, ya tengo
el Regazo de una Madre; ya tengo el Consuelo de quien supo sufrir como nadie en
la historia el dolor por excelencia de la pérdida del Hijo amado.
Tengo unos hermosos ojos en
los que reflejarme; tengo una hermosa cara que acariciar y tengo unas “cuentas”
que saldar a diario hablándole, pidiéndole y queriéndola a golpe de rezo de un
hasta ahora desconocido rosario que forma parte ya de esa cajita de primeros
auxilios espirituales que llevaré siempre conmigo.
Fátima la llaman; Señora la
llamaré, o mejor Madre, pues quizás no pueda haber palabra más hermosa para el
niño que sin saberlo apreciar, siempre fue de su mano.