Quien
bien me conoce, sabe que la música y yo formamos buena pareja casi desde que
nací. Mi oído se educó entre clásicos de rock, heavy, contry, blues, baladas y
músicas iluminadas por grandes bolas de cristales en lo que antes eran discotecas
y ahora no sé muy bien cómo denominar.
He
mantenido siempre la certeza de que si algún día pierdo el interés por la
música, habrá llegado el momento de decir claramente que mi mente es demente y
podrán sacrificarme como a un caballo del lejano oeste que se rompió una pata
corriendo por algún polvoriento camino de Oklahoma.
Queen,
Rolling Stones, Springsteen, Dire Straits, Fito y muchos otros etcéteras,
forman parte del repertorio que habitualmente reproduzco en el propio ordenador
del trabajo. No molesto a nadie; es más, algún compañero e incluso jefes me han
pedido alguna que otra de esas selecciones que siempre me gusta tener como
fondo de cualquier jornada laboral que me lo permita.
Pero
ayer resultó curioso que dos compañeros en diferentes momentos se me acercaran
y me preguntaran: ¿De dónde has sacado la música que tienes puesta Luismi?
Con
media sonrisa, sólo pude contestarles… “Una larga historia para contar mientras
tomamos unas buenas birras”. Dicho y hecho.