La chica
Finisterre es la sonrisa perenne en un rostro joven de mujer. Una mujer que
decidió un buen día marcarse como reto una peregrinación fuera de toda lógica y
grandeza. Porque grande, muy grande se vislumbra el reto de peregrinar desde
Finisterre a Jerusalén ayudada “únicamente” por sus pies, una mochila a la
espalda y una fe mirando al cielo de esas que estoy seguro deben provocar, más
allá de las nubes, el mismo rictus de admiración que sin duda provoca en
quienes aquí abajo la seguimos desde hace ya algún tiempo.
Quizás esta chica
habrá tenido o tendrá momentos de soledad sintiéndose verdaderamente sola, pero
además de su fe inquebrantable, debe saber que detrás de ella vamos miles y
miles de personas que sin vernos, alentamos cada uno de sus pasos, cada uno de
sus sufrimientos, sonrisas y encuentros con Dios y consigo misma.
Porque para quienes
piensen que Dios no existe o es algo así como una quimera, les diría que ese
Dios es Aquel que la recibe con las puertas abiertas de corazones y casas en
cada uno de los lugares en los que va
haciendo escala.
Son seis mil
kilómetros; son más de siete meses de camino ya recorrido cruzando países,
idiomas y costumbres; pero todo con el denominador común de la fe y el esfuerzo.
Y más allá de la fe que contagia, de esa sonrisa que transmite, está la
enseñanza particular en mí de una persona valiente como pocas que en un mundo
como el nuestro cegado por nubes oscuras, ve brillar entre ellas un rayo de
esperanza con nombre de mujer.
*Mi admiración más
absoluta y oraciones por Carlota Valenzuela con el deseo de que Dios y la
Virgen la guíen y pueda llegar con la sonrisa de siempre al lugar donde todo
empezó.