Cuatro sillas ocuparon bajo un hermoso y soleado día una familia que por nombre lo son y por sentimiento más si cabe.
El
lugar era propicio; el día, festivo como cualquier domingo de mes; el país,
extraña y maravillosamente familiar llamándose Portugal.
Día
de misa atípica por la situación mundial. Sin paredes, sin encierros, sin
distancias cortas; al aire libre de una iglesia que franqueó sus puertas
aprovechando un hermoso sol de verano.
El
oficiante, un sacerdote español hablando en un imperfecto portugués que siendo
españoles, agradecimos por entenderle.
Muchas
personas buscando sombras bajo un árbol y muchos voluntarios que vestidos cual
boy scout ayudaban a limpiar manos con geles, colocar sillas donde faltaban o
simplemente atendían necesidades de los allí concurridos.
Me
pudo quizás la emoción de verme por fin después de tantos meses, al completo
con los míos. Mi mujer, mis hijas y yo después de siete meses, por fin podíamos
abrazarnos al completo sin una pantalla digital de por medio.
Y
teníamos que dar gracias a ese Dios que al aire libre se hacía presente entre
las manos de su ministro.
Gracias
por estar vivos, por sentirnos vivos, por llegar hasta allí sin las heridas de
una guerra contra un enemigo invisible que tanto daño está provocando en la
Tierra que habitamos.
Fueron
cánticos hermosos, oraciones conocidas que nosotros debíamos subtitular en
castellano. Pero no fue impedimento para sentir esa misa como una de las más
especiales que sentí jamás.
Comulgamos
tres, pero aquella que no podía hacerlo, quizás no sepa que siempre lo hace
conmigo aunque no esté.
Vi
gente cantar, vi gente rezar, meditar e incluso a un señor mirar al cielo
aunque sólo fuera para entre dientes “maldecir” a esa ave que no tuvo mejor
momento ni mayor puntería para acertar su hombro.
Pero
sobre todo, vi unión. La unión que solo Dios, nuestro Dios, puede conseguir en
gentes de distinta habla, condición y lugar en un soleado día en el que cuatro
sillas fueron ocupadas por una familia agradecida.