De
todos es conocido el relato evangélico de los discípulos de Emaús.
De
la forma en la que estos dos discípulos tuvieron la suerte de encontrarse con
un Jesús resucitado aunque no llegaran a descubrirlo hasta que no partió el pan
con ellos.
Yo
he vivido una experiencia igual con una pequeña pero significativa diferencia:
supe ver en el acto la presencia del Señor en otro señor que para más alegría y
orgullo resulta ser un amigo.
Andaba
yo cabizbajo, en modo de piloto automático que pasa por la vida sin excesiva
alegría. Una de esas pequeñas crisis de identidad positiva que aunque corta en
el tiempo porque no superó más allá de ocho días, sí que minó ánimo, fe y
esperanza.
Ese
subidón positivo durante meses anteriores en los que el hecho de ayudar a los
demás o al menos intentarlo, sin morir en el intento, me hicieron un hombre de
sonrisa sincera, dio paso en pocos días a un cierto modo de tristón y
aletargado individuo de risa y rictus forzado.
Ese
individuo idéntico a mí, pero sin mí, se
dirigió taciturno el pasado lunes al templo de siempre, a la misma hora y
sonando las mismas campanas llamando a celebración vespertina.
Sentado
en un banco esperando el inicio de una misa más, se acercó a mí un hombre
delgado de pálida expresión que en voz baja y sentándose a mi lado me preguntó:
¿Te
ha pasado algo que llevo varios días sin verte?
Ese
hombre, es un amigo; ese hombre es un señor que con un simple gesto de esa
amistad verdadera que echa de menos al otro, se preocupó por mí y por lo que me
pudiera haber ocurrido.
No
hizo falta que me preguntara más y una vez le respondí que “nada en concreto”, marchó
por donde vino dejando en ese banco solitario a otro que ya no era ese hombre
taciturno en el que me había convertido, sino a otro que volvía a ser yo mismo.
Será
otra de esas “casualidades” que vivimos los que tenemos la suerte de tener fe
en la FE.
El
caso es que yo andaba por la vida caminando como uno de esos discípulos de
Emaús, al que se le acercó un Señor vestido de amigo para preguntarle qué
ocurría y preocupándose sinceramente por mí y mis circunstancias.
Y
así, por arte de fe, amistad y cariño donde antes se dibujaban lúgubres
presagios, pesimistas futuros y conciencias intranquilas, retomaba mi mente ese
otro tipo que busca consuelo, apoyo y alegrías en Quien siempre aún sin
necesidad de mostrarse más, sé positivamente que está.
El
hecho de levantarme, recorrer un pasillo y que me ofrecieran el pan de la Eucaristía, fue
algo a añadir a lo que yo ya sabía:
Mi vida, en cierto modo, también había resucitado.