Pasaron
las dos velas que faltaban. Volvió a nacer el Niño y por desgracia, ese otro
niño que suele brincar en mi interior más conocido, esta vez, no lo hizo como
siempre llegadas estas fechas. Se mantuvo pertrechado a la espera de mejores tiempos
libres de virus familiares, ausencias primerizas y encuentros que no fueron
tales por inexistentes.
Unas
navidades que me acercaron a un final anunciado de antemano.
Unas
navidades en cierto modo con el cambio de marchas en modo automático. Anclado
en un transcurrir de días tachados en un calendario sin números que remarcar
para el recuerdo, más allá de alguna sorpresa casi prevista.
Espiritualmente,
navegando en aguas tranquilas alejado de puertos habituales; humanamente,
navegando en aguas casi tan tranquilas que pudieran parecer estancadas.
Resultado,
ninguna de esas aguas son mis favoritas. Prefiero la navegación a ratos de
aguas turbulentas, de olas encrestadas sin crispación y de corazones y almas
alerta en devenires con acción.
La
rutina, la quietud y las perspectivas enterradas, nunca fueron buen timón para
quien desee la bravura del buen marino de espíritu.
Pero
de todo lo negativo, siempre se puede extraer aquello que no lo es tanto. Y en
ese aspecto, despejé dudas. Las cartas marcadas o no, dieron su vuelta en la
mesa y descubrieron faroles y jugadas arriesgadas. Sé perfectamente con quien
quiero jugar a ser mejor y de qué me debo alejar si no quiero ser peor.
El
modo pausa al que me refería no hace tanto, debe ser pulsado para jugar
nuevamente al play de la vida que Dios quiera que viva y que parece indicarme
claramente que debe encarar proas a otros rumbos.
Así
que a roscón, chocolates y papeles de
regalo pasados, desplego velas que sin ceras, son sinceras.