Un
miércoles como otros, pero no un miércoles cualquiera; uno de esos días en los
que los pies te llevan mientras pensamientos, ilusiones y ganas se quedaron en
el lado derecho del sofá de siempre.
Tocaba
reunión de hermanos de Emaús; mismo lugar, misma misa de ocho, mismas caras y
habitual celebración en orden y mecánica.
Pero
esta vez, el caminante, el presunto hombre de fe, la persona que ilusionada arrodillaba
alma, corazón y propósitos, no aparecía por ningún lado.
En
uno de los últimos bancos, el de siempre, esta vez no era yo quien sentó cuerpo
y mente, no. En su lugar, un tipo cabizbajo; un tipo lleno de revueltas
internas sin poder ser sofocadas; un tipo inmerso en una rutina que le oprimía
el cuello. Otra persona ocupaba su lugar llena de malos augurios, futuros bañados
en ocres colores y desganas en álbumes coleccionables.
¿Hermano
yo? ¿Caminante yo? ¿Servidor yo?
¿De
quién? ¿Por qué? ¿Para qué?
Demasiadas
preguntas sin respuesta.
La
desilusión miraba al frente oyendo sin escuchar sagradas palabras. La celebración
se adornó de tedio, de guion previsto, de micrófonos rallados en palabras ya
repetidas.
Tenía
dos opciones: continuar con esa farsa de mí mismo en la que me había convertido
allí entonces, o marchar a la carrera buscando burladeros conocidos.
Y
ocurrió. Cuando a lo lejos el eco me devolvió aquel “podéis ir en paz” con su pareja
de baile “demos gracias a Dios”, ese
Dios, se acercó a mí.
Al
principio, sólo escuché un fuerte y conocido “amigo”…
No
miré al principio, no; yo ya sabía quién era; pero esta vez, no pensé igual.
Esbocé
sonrisa y giré cabeza a mi derecha, con un ánimo y pulgares hacia arriba
desconocidos hasta ese momento.
Al
hacerlo, me encontré las desgreñadas canas de siempre ocultando en gran parte
un rostro de piel arrugada; una boca desdentada de labios agrietados; unos andares
torpes arrastrando un cuerpo agarrotado por avatares de una vida que
seguramente, no mereció o no supo vivir.
Una
mujer a la que muchas veces repudié. La misma mujer que siempre me estorbó; la pedigüeña
que cansaba sin cansarse de pedir; la “mala compañía” que nunca quise tener y
con la que más de una vez jugué al escondite para no encontrarnos.
Esa
mujer se me acercó y la invité a sentarse a mi lado; su primera frase, no podía
ser otra: “dame algo pa un café”.
Y
la segunda, la encerró entre interrogantes: ¿dónde está tu mujer?
“Ha
conseguido un trabajo y está ahora trabajando”, le contesté.
En
ese instante, el tiempo, se paró; el lugar ya no era el mismo y sólo pude ver a
Dios mirándome directamente. Porque esos ojos, sus ojos, eran de color alegría;
de una alegría indescriptible, sincera, humilde, una mirada de Amor que ni yo
como esposo, ni unas hijas, ni el mejor de los amigos seguramente regalaron a
quien se encontraba en ese momento a kilómetros de allí al enterarse de tan
buena nueva.
Yo,
que tantas veces desvié la suya, no pude esta vez apartarme de sus ojos.
Vi
un pasado del que me arrepiento enormemente; vi un presente que me llenó de paz
y vi un futuro al que espero nunca dar la espalda.
Antes
de marcharse, me dejó una petición:
“Dile
a tu mujer que me gustaría verla y ese día os invito a un café”
Lo
pensó un segundo y añadió…
“Claro,
si tengo dinero para invitaros…”
Marchó
por donde vino dejando en ese banco a un guiñapo más que a un hombre. Un
guiñapo al que con todo el amor del mundo, le “partieron la cara” con una
lección de lo que debo ser y no soy.
Miré
al frente cuando comenzaba a asomar un Señor expuesto en el interior de una
custodia, aunque nadie podrá cambiar mi opinión si digo que ese mismo Señor
acababa de marcharse de mi lado.
*Dedicado
a esa mujer que me sonrió con su mirada, con todo mi agradecimiento, cariño y arrepentimiento
sincero por no demostrarle nunca lo que pretendo ser y por obligarme a tener una reunión larga conmigo mismo.