Visitar una
ciudad como Toledo, es un regalo a los sentidos. Empaparse de su historia, sus
calles y sus monumentos emblemáticos, es un ejercicio de reflexión con siglos
de vida.
Calles
empinadas, sudor en la frente, cansancio en las piernas, no son obstáculos para
quien sepa apreciar lo hermoso de un lugar con olor añejo de otros tiempos
lejanos en el recuerdo, pero muy presentes en el corazón de la grandeza de una
cultura que debe perpetuarse en generaciones pasadas, presentes y futuras.
Mis pies
traspasaron el umbral de una pequeña capilla casi escondida dentro de la
majestuosidad de una catedral revestida de grandeza.
Una
celebración eucarística que no por inusual, llamó mi atención en un
reconocimiento que iba más allá de un acto afortunadamente habitual en mí.
La
espiritualidad del momento, el silencio acordado de antemano, se vieron
desbordados por la figura de un hombre cansado.
Un hombre
ornamentado con ropajes obligatorios de quien por oficio debía presidir una
liturgia siempre conocida y a la vez diferente para quien asiste a ella con
hambre de paz espiritual.
Un hombre de
pasos muy cortos, inseguro en sus movimientos, pero de férrea voluntad de
servicio a los demás.
De voz
engalanada de suspiros; de gestos imperfectos y movimientos a cámara lenta.
Su homilía,
fue tan sincera como inexistente. Sólo unas palabras encerrando un gran
discurso:
“La mejor
homilía que puedo ofrecerles es que hoy me pueda encontrar ante ustedes”
Gran verdad
para quien pareciera necesitar más una cama en descanso que una obligación del
alma.
No pudo
extenderse más allá de la propia celebración. Marchó por donde vino; en
solitario, sus torpes pasos le llevaron a perderse por el interior de la
historia, dejando atrás a un tipo como yo que además de a Dios, se llevó de
allí el reconocimiento y la gratitud hacia un hombre al que seguramente jamás
vuelva a ver, pero que me hizo sentir que la grandeza de una persona se mide
también por la monumentalidad de sus actos.