Tarde de misa
dominical en hora vespertina poco habitual en mí. Homilía larga y un poco
tediosa. Quizás es más mi falta de abrir más los oídos y la patata que
últimamente no se abren como debieran de par en par.
Poco cántico, lo
cual agradezco y llega el momento de darnos la paz.
“ La paz esté con
vosotros” “Y con tu espíritu” “Daos fraternalmente la paz”
¿Fraternalmente? ¡Si
desde que se inició la maldita pandemia la paz se asemeja más a un saludo
japonés que al habitual apretón de manos, abrazo o sucedáneo!
Pero Dios en
ocasiones obra acciones en circunstancias que sin ser milagros, con los tiempos
que corren, a mí me lo llegan a parecer.
Donde hasta ayer
había miedos, miradas escondidas y pocas palabras, puso Dios delante de mí a
una joven desconocida que al darme la paz me ofreció su mano. ¡De mil amores se
la estreché como de mil amores ofrecí la mía a la mujer que tenía sentada a mi
lado! Y no sólo no la rehusó sino que busco en su compañera de asiento también
la suya. Y ese saludo se trasladó al banco trasero y como una reacción en
cadena se extendió hasta donde yo pude ver, que no es mucho, pero suficiente.
Quizás sólo fuera
ayer y esto no se repita en mucho tiempo, pero mereció mucho la pena sentir
como siempre la calidez de hermanos de fe.