Un
domingo cualquiera en una iglesia cualquiera para una misa cualquiera. Una misa
en ese caso sin mayor pretensión o trascendencia que la de cumplir con lo
pactado por cualquiera que se precie de llamarse cristiano y católico.
Un
sermón un poco largo; los pensamientos, más alejados que cercanos de allí. Un
día de trámite que sin deber serlo, lo era.
Pero
de vez en cuando, suceden cosas extraordinarias que dan la vuelta a una
tortilla ese día poco hecha. Llegó la hora de la consagración, la comunión del
sacerdote y el momento de poder compartir con todos el pan de ese día. Resuelto,
se giró el celebrante llave en mano para abrir el sagrario; pero éste no abría.
Vanos fueron sus intentos por más que forzara el giro de esa dichosa llave; no
fue posible. Pidió ayuda y un señor de cierta edad, subió al altar para echar
una mano, sin resultado. Era la primera vez que un sacerdote que yo viera, tuvo
que suspender la comunión por un sagrario que ese día se resistía a ser
abierto.
Así
que como hecho excepcional comulgamos espiritualmente sin nada que llevarnos a
la boca ni al alma. O eso pensaba yo, porque lo que vino después me sirvió como
mil comuniones anteriores.
Acabada
la misa, mi santa esposa y yo permanecimos un rato más esperando por si
podíamos ayudar en algo. Allí sólo quedamos el sacerdote, el señor que intentó
ayudar en la celebración y nosotros dos.
Nuevamente,
aquel buen señor hizo vanos intentos de abrir el sagrario. Se le ocurrió que
con algún aceite lubricante, la cerradura dejaría de presentar batalla. No fue
así; el aceite tampoco surtía efecto.
No
pensé nunca que yo pudiera ayudar en mucho por mi más que declarada inutilidad
en temas de bricolaje, pero había que intentarlo, así que amablemente le pedí
que me dejara probar a mí con esa “maldita” llave.
La
llave era antigua; restañada por algún percance que ya hubiera tenido
anteriormente. La cogí, la inserté en la cerradura y la giré hacia la derecha.
Ni se movió. Intenté no introducirla hasta el fondo y repetir la operación. No
hubo forma humana de poder hacerla girar tras varios intentos.
Entonces,
me vino a la mente que en una iglesia, ante un sagrario y un gran Cristo
crucificado, podía rezar un Padrenuestro mientras seguía en mi testarudez de
tener que abrirlo.
Comencé
diciendo en pensamientos, Padre Nuestro que estás en el Cielo y antes de llegar
al santificado… la puerta abrió y me encontré de bruces con el Señor escondido
al fondo del santo sagrario.
El
vello se me erizó, un escalofrío de verano recorrió mi cuerpo y borbotones de
lágrimas que tuve que contener más por vergüenza que por ganas, a punto
estuvieron de mojar mi rostro.
Alcé
los ojos y miré al Crucificado; sólo acerté a decirle en silencio “GRACIAS”.
No
quise comentar este hecho con el sacerdote y con el buen señor y sí lo hice a
la salida con mi perpleja chica de siempre.
Han
pasado días ya desde aquello y es ahora cuando medito el significado de una
nueva diosidad que acaeció siendo yo partícipe y que tanto tiempo hacía que no
me sucedía.
Me
he dado cuenta que nosotros mismos somos la llave de nuestra fe. Si no la
engrasamos de vez en cuando, podemos caer en el error de oxidarla, de dejarla
inútil para aquello para lo que nos debería servir.
Nosotros
también somos sagrario y con nuestros actos, pensamientos y palabras, no sólo
nos cerramos a nosotros mismos sino que dejamos sin libertad al alma que Dios
quiso otorgarnos.
Una
llave, como una fe, pueden ser viejas; pero bien cuidadas, no hay ni habrá
males que por bien no vengan. De nosotros dependerá que esa llave se utilice
mayormente para abrirnos o cerrarnos al mundo y a Dios.