Es
curioso observar mientras esperamos en los bancos de la Iglesia el comienzo de
la Santa Misa, un elemento sin cuya presencia, quizás nada de eso sería
factible.
Una
columna de siglos, permanece a mi lado como testigo mudo de cientos de años de fe,
devoción y seguramente también de alguna que otra hipocresía o falsedad.
Una
columna con arrugas en forma de marcas, ahondamientos o señales de un paso
inexorable del tiempo y de los tiempos. Vieja y quizás con la cara sin lavar,
pero firme como siempre en su propósito y utilidad. Sin ella, se tambalearía
una estructura que cedería a la maldad del derrumbe.
Y
como ella, en una pequeña capilla, una barra de hierro acabada en una plancha
metálica sirve como apuntalamiento de un techo que grita venirse abajo.
Así
es la fe, así es mi fe; con momentos de firmeza y otros que necesitan ser
apuntalados para no caer en la frialdad del insensible.
Suerte
tenemos de contar con el gran Maestro de obras que sostiene las ruinas de
nuestros pensamientos, palabras y omisiones.