Cuando
se conversa, se alcanzan conclusiones; cuando se buscan explicaciones
o consejos, tarde o temprano se acaban encontrando.
Tenía
que suceder donde siempre; en ese garaje reformado donde Dios está
presente con forma de redondeado pan. Él y yo sin más testigos que
el silencio de la noche.
Sin
premeditación; con el convencimiento de que sería una noche sin más
trascendencia espiritual que la que cabe en dos horas de vigilia,
acudí allí como siempre.
Pero
claro, no contaba con el factor sorpresa de Quien realmente elige el
momento de tocar la fibra sensible de aquel que últimamente más que
en fibra se protegía en un caparazón de duro material.
Sin
preguntar, comencé a preguntarme:
¿Por
qué debo renunciar a mi modus operandi a la hora de practicar mi fe?
¿Por
qué debo alejarme más que huir de lo que me provoca inquietud
espiritual?
¿Por
qué, si esto fuera una película, dejar que ganen los “malos”?
Si
tengo la habilidad de poder abstraerme a voluntad de insanos
pensamientos, escabullirme de personas con carga negativa hacia mí y
enfocar sólo lo que realmente me importa en un momento, ¿por qué
debo alejarme de la casa en la que mi alma ha reposado y disfrutado
como en ninguna otra?
¿Por
qué debo fustigarme buscando nuevamente lo que ya tenía, por culpa
de ajenos?
¿Por
qué dejar de ser un “revolucionario” contrario a la quietud de
una rutina?
¿Por
qué no continuar luchando contra corriente entre tanta iniquidad?
¿Por
qué? ¿Por qué? ¿Por qué…?
Demasiadas
preguntas para las que ya tengo respuesta.
Es
la hora del regreso al futuro. Es la hora de volver a cruzar la gran
puerta de siempre, pero a sabiendas de que quien la cruza es otro
espiritualmente diferente al yo de hace algún tiempo. Ni mejor, ni
peor; sólo diferente.
Un
tipo más experimentado al que su fe y el Espíritu Santo le siguen
protegiendo de elementos contrarios a lo que busca.
Un
tipo que mirará al frente y verá oficiantes donde antes quizás
veía o quería ver sobre todo, buenos samaritanos.
Un
tipo que seguirá correspondiendo al saludo, la sonrisa sincera y la
paz del amigo del mismo banco que siempre me busca la mirada.
Un
tipo que escuchará la Palabra, sin importarle quien la pronuncie
porque pensará, sabrá o estará obligado a pensar que es el
mismísimo Señor el que allí nos habla.
Quizás
ese tipo a ojos vista de quien realmente no le conozca, haya dejado
en cierto modo de ser el de antaño, pero que nadie se equivoque,
porque por dentro sigue jugando como un niño a ser mayor, solo que
esta vez, sabe perfectamente con quien jugar y con quien, no.
Podría
pensarse que no es una postura demasiado cristiana o acorde con lo
que se promulga; pero por otro lado, no jugaré más en la ruleta de
la hipocresía con tintes de una presunta santidad. Eso se acabó.
Es
el momento de mirar a lo más cercano, a lo mío, a los míos
entendiendo por ello a las personas que con sus actos me demostraron
y me siguen demostrando que están ahí independientemente de dónde
y cómo se encuentren o me encuentre yo.
El
resto, sin ser malo, será secundario.
Con
seguridad los miércoles dejarán de ser especiales como eran. Me
cerraré definitivamente la puerta de una reunión con visos de
decaimiento para quizás retomar y volver a abrir cualquier día
aquella otra en la que siempre fueron escuchadas mis plegarias y un
rosario a ras de suelo.
La
costumbre de una misa de once los domingos se convertirá en otra
distinta quizás un sábado por la tarde en cualquier templo. No me
importa, porque por encima de todo, debo respetar y apoyar los
pensamientos de mi compañera de siempre con la que comulgo
plenamente en éste como en tantos asuntos y a la que no le faltará
la compañía y el apoyo que no supieron o quisieron darle.
Como
una santa dijo una vez, nada debe turbarnos, ni espantarnos; quien a
Dios tiene, nada le faltará.
Sólo
Dios basta
Pues
con ese pensamiento, con esa certeza, retomo un camino sacudiendo el
polvo de mis zapatos y mirando al cielo.