Desconozco el motivo; de hecho, estos últimos años
el veintiuno de agosto no dejaba de ser un día más en el calendario de un mes
de verano como otro cualquiera.
Sin embargo, hace ya algún tiempo que concateno
imágenes con recuerdos, sensaciones con medias sonrisas y agradecimientos hacia
las más altas cumbres de un cielo que de vez en cuando me acompaña en esta
tierra.
Un viejecito de blanco pelo viene a mi memoria con
la intensidad que siendo cierta, nunca hasta ahora se dejó tanto notar. Un
viejecito al que quizás debo una llave; una llave que sin proponérselo, desde
hace hoy siete años, me abrió una puerta a lo desconocido en una vida en la que
siempre miré hacia otro lado.
Un veintiuno de agosto de 2011, ese viejecito de
nombre Joseph pero conocido como Benedicto XVI, me acompañó junto a más de
millón y medio de cristianos venidos de todo el mundo en un acto que siendo una
Santa Misa, se convirtió en mi verdadero bautismo en la fe; en mi verdadera
conversión.
Muchos hechos sucedieron desde entonces; buenas y
malas; mejores y peores como cualquier devenir en la vida de cualquiera. Pero
con una diferencia esencial; la de afrontar lo bueno y lo malo con los ojos de
la fe, con la mente del creyente convencido de que un Dios, mi Dios, el Dios de
todos, está conmigo, quiso encontrarme y me halló.
Mil y una cosas podría relatar de estos años, pero no es
éste el momento ni el lugar para hacerlo.
Sí diré que a ese viejecito de pelo blanco, a ese
Papa Emérito que supo retirarse a un lugar apartado para rezar por el mundo, a
ese Papa, mi Papa, dedico hoy letras, recuerdos, pensamientos y plegarias.
A mi familia, a los míos, a aquellos que saben
aguantarme entre cuatro paredes y que son pilar fundamental en esta fe que
quiero cimentar con la firmeza de quien no quiere jamás perderla.
Y hoy, especialmente también, quisiera dedicar estas
letras a una persona que de una manera compleja y extraña el Señor ha puesto en
mi camino como instrumento para llevar mi plegaria en acción de gracias a un
lugar que a más de tres mil kilómetros de aquí, fue el marco de una soledad de
un hombre que siendo Dios, sufrió lo que nadie para glorificarnos a todos.
A esa mujer, a esa amiga que derramó lágrimas en un
huerto de olivos empapándose de ese mismo Señor y Amigo que a mí me abrazó
aquel veintiuno de agosto, mi agradecimiento como amigo y ahora más que nunca
espero que como hermano en la fe, siempre por ser y estar.
¿Brindaría por estos siete años? No
Lo haría por otros setenta veces siete.