Llegó la hora de iniciar viaje, travesía y reto. Es hora
de calzar zapatos, apretar cordones, dientes y espíritu para marchar hacia uno
mismo.
No será fácil el camino; el sol abrasador, la sequedad en
la piel, el silencio del alma, serán acompañantes no deseados, pero necesarios
hacia un destino incierto.
Marcho con decisión y esperanza; también con frialdad y
ardiente desazón.
No es el mejor momento, pero quizás por ello lo afronte
con la fuerza que me da el saber que todo tiempo de tormentas lleva aparejado
su esplendor final.
En estos momentos, no soy nada, soy nadie. Y ese nadie
inicia su caminar por un desierto en el que buscaré respuestas, comprensiones,
plegarias y certezas a todo aquello que ahora nubla mis sentidos.
Quiero dejar atrás muchas cosas: quiero dejar unas
lágrimas inconsolables; unas interrogaciones sin despejar; un muro donde sólo
rebotaron las palabras; una frialdad de oficina en los ojos del amigo.
Buscaré desatar manos que me impiden abrazar a corazones
ciegos en una ceguera que no ven; pasados en clave de sonrisa que ahora pintan
en muecas futuros en común.
Todo eso pasó y en un cajón con la llave puesta deben
quedar.
Pero ahora, no; con el agua en cantimplora y el maná que
me quiera dar Dios, me dispongo a cruzar el desierto que me espera.
Un desierto en el que mis huellas permanezcan imborrables
en la arena del olvido. Sí, ese olvido de tristezas, dolores y malsanas
manecillas de reloj. El reloj que inexorable paró el tiempo para dejarlo en
imperfecto estado de confusión de almas y cuerpo.
Voy en busca de rescate, de nuevas sensaciones que sin
conducirme a oasis reconfortantes, sí me lleven a una paz interior que ahora
desconozco y ansío en mí y los míos.
Quizás me equivoque y no sea la hora del reproche, pero
sí de la firmeza.
La hora del desplante a todo aquel o aquello que atenace
la bondad que en mí quisiera. Cerrar oídos a la tentación de sucumbir a lo que
no debo hacer, pensar o ser.
Y es la hora, sobre todo, de arropar un corazón herido;
un corazón puro sin alardes de grandeza que sólo la encuentra en Quien siempre
le escribirá una carta indicándole el camino.
No habrá nunca mejor palabra de ánimo que la de Aquel que
siempre habla en el silencio de su interior.
Principalmente a ella, ofrezco este viaje hacia un yo que
ahora no soy con mi deseo de cuarenta días que me conduzcan al frescor de una
arena de mar que alivie este otro mar de arena que ahora baña mis pies.
No será fácil, ni Dios permita que lo sea; pero sólo
espero que los ojos a encontrar al otro lado de este desierto, se llenen de
lágrimas de alegría y rieguen tanta sequedad de pensamiento, palabra y quizás
omisión.
Mi cayado, Él
Mi fe, con Él y en Él